El gran negocio ideológico del fenómeno trans

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Julio Valdeón

La periodista Abigail Shrier, del Wall Street Journal, ha escrito un libro de investigación tremendo sobre la explosión de casos de disforia de género en Estados Unidos. En “Un daño irreversible: la locura transgénero que seduce a nuestras hijas”, Shier, sin discutir el derecho de las personas trans a corregir la disfunción entre su identidad de género y su sexo biológico.

Al mismo tiempo denuncia que un problema muy serio ha sido cooptado por aquellos que priman otros intereses antes que los derechos de las personas con disforia y/o la protección de la infancia.

Lejos de resolver las viejas demandas de un colectivo largamente machacado Shier entiende que nos encontramos ante un fenómeno típicamente posmoderno, que abreva en las teorías Queer, enemistadas con las ciencias naturales, para acabar afectando a las niñas y a las adolescentes, manipuladas por los activistas, usadas con frívola irresponsabilidad por el sistema educativo y aprovechadas con gusto por una industria médica y farmacéutica que lo mismo que abrió los portones de la gran epidemia de adictos a los opioides y fomento la prescripción de psicofármacos a los niños, ahora multiplica ganancias con los tratamientos hormonales, reasignaciones, etc.

-La disforia de género afecta, aproximadamente, al 0,01% de las personas, especialmente varones, pero ahora asistimos a unos números muchísimo más altos. ¿Por qué?

-Confluyen un montón de factores. Internet juega un papel determinante, y las redes sociales, donde hay muchos influencers trans, son muy carismáticos, muy divertidos de ver, y conviene recordar que las redes sociales ya han sido capaces antes de coger fenómenos muy pequeños y multiplicar su presencia. Y éste es otro ejemplo. Lo hemos visto antes con otras formas de autolesión, que pueden difundirse y contagiarse a través de las redes. Además, en Estados Unidos este tipo de activismo ha infiltrado el sistema educativo. A los niños se les dice que su género no es necesariamente el que creían. También les dicen que si quieren reivindicar otro género, que estén tranquilos, porque será nuestro secreto. De modo que muchos niños, y sobre todo niñas, de entre 11 y 13 años, precisamente en el momento en que sus cuerpos están cambiando, cuando se sienten más incómodos, han recibido muchísimos estímulos online y en los colegios en esa dirección, porque, oye, quizá así puedan abandonar esos cuerpos que les hacían sentir tan mal y quizá esa pueda ser la solución a sus desasosiegos.

-Comenta que hace décadas estas chicas podrían haber anhelado una liposucción, o haber “descubierto” el recuerdo reprimido de algún trauma infantil. «La locura de diagnóstico actual», escribe, «no es la posesión demoníaca, sino la “disforia de género”. Y su “cura” no es el exorcismo, los laxantes o las purgas. Es la testosterona y la “cirugía superior”».

-Cierto, ya no vemos que se hable tanto de la anorexia. Hubo otro tiempo en que se hablaba de la histeria, no hay más que repasar la literatura del XIX. Por supuesto que el dolor es real. Estas chicas están sufriendo. Son niñas que están deprimidas, ansiosas, tienen miedo a salir. Sabemos que en ese segmento de población no son infrecuentes los comportamientos autolesivos, aplastarse los pechos, por ejemplo. La diferencia, por supuesto, es que ahora, en vez de poder disponer de un psicólogo que las escuche, que hable con ellas de su dolor, los médicos les dicen que es maravilloso, que les dan su bendición y que les ayudarán a conseguir una cita para extirparse los pechos.

-¿Por qué los médicos están haciendo esto?

-En primer lugar porque ganan mucho dinero, no hay duda. Pero también porque los terapeutas, los trabajadores sociales y los profesores que participan en este fenómeno obtienen una notable gratificación emocional y social. ¡Son héroes! ¡Celebran que alguien se muestre como realmente es! Enseñar matemáticas puede ser difícil. Es mucho más fácil celebrar la identidad de género de un alumno. Además, no se evalúa igual su actividad profesional. No hay tests para comparar. No hay resultados. En cambio, oh, ¡mira la cantidad de niños a los que he ayudado con su nueva identidad!

-También denuncia que el activismo trans no parece muy interesado en defender a los transexuales realmente existentes. O al menos no a los que no respondan a una serie de características muy determinadas.

-Y encima esto se está haciendo sobre todo con niñas, con niñas de once, doce años, niñas confundidas, a las que en lugar de tratar de ayudar, indagando en las raíces de su malestar, se les dice que todo es estupendo y, sin solución de continuidad, se les busca una cita con el endocrino. Es absurdo. Y los estamos abandonando.

-¿Disponemos de números? Comentábamos antes que la literatura científica hablaba de que existía aproximadamente un 0,01% de personas con disforia de género.

-Ahora son mucho más altos. Del orden del 5%. O sea, que hablamos de un incremento de una magnitud absolutamente gigantesca. Y es incluso más dramático si hablamos de las mujeres, porque la disforia de género afectaba a 1 de cada 30.000 mujeres, esto es, al 0,003%. Unos números muy pequeños. Pues bien, hemos pasado del 0,003% a un 5% de chicas en el instituto que actualmente se definen como transgénero.

-¿Cree posible que alguien en las universidades lo investigue?

-Imposible. Te acusarán de tránsfobo. Y si hablamos de profesionales como los terapeutas, podrían perder sus licencias. Podrían ser acusados de intentar convertir a un niño transgénero en un niño cisgénero. Ahora mismo hay 20 o 21 estados con estas leyes. Por supuesto, la idea inicial era correcta y buena, muy necesaria. Teníamos una larga historia de terapeutas tratando de convencer a los niños de que no eran gays, por no hablar de las personas con disforia, tradicionalmente abandonadas y maltratadas, y con unos índices de suicido sencillamente monstruosos. El problema es que una legislación bienintencionada y necesaria se está usando de forma irresponsable. Para que no te acusen de tránsfobo, para que no digan que patologizas al menor, paradójicamente lo encauzan hacia una patologización permanente, mientras que el terapeuta ya no puede indagar en si la teórica disforia es el problema real, si hay otras cosas ocultas, etc.

-¿Es posible que primero creemos los mecanismos necesarios para ayudar a los críos y que luego los mecanismos tiendan a generar su propia demanda, incluso de forma artificial?

-En EE.UU estamos convirtiendo a los jóvenes en pacientes de por vida. Ha sido la tendencia en América durante la última década, por lo que cada vez encontramos más y más formas de patologizar a estos niños. Han explotado las diagnosis por trastorno por déficit de atención e hiperactividad, las del espectro autista, todo tipo de ansiedades sociales… Hasta el punto de que cada vez hay menos niños libres de un diagnóstico. Una vez diagnosticados empiezas a medicarlos. Los conviertes en pacientes de larga duración, incluso de por vida. Hablamos de un fenómeno que se da en más y más áreas, y la disforia de género es una de ellas.

-¿Cómo un movimiento tan minoritario ha conseguido hacerse con tanto poder, influencia y visibilidad?

-Es un tipo de activismo hiperactivo y completamente inflexible y determinado. Esto no significa, ni mucho menos, que todas las personas transgénero compartan sus puntos de vista, pero han intimidado a la mayoría, mucho más tolerante y moderada, y han impuesto un sólo discurso. Conozco a muchos transexuales, algunos son amigos míos, he hablado con muchos más durante la investigación del libro, y tengo que decir que el activismo trans no tiene nada que ver con ellos. Los activistas son generalmente jóvenes y, en muchos casos, no son personas transgénero, pero son extremistas en sus puntos de vista políticos y en su ideología de género y en sus tácticas, y ni por lo más remoto representan a toda la gente trans, pero sí a una ideología completamente totalitaria, nutrida por el impulso de amordazar y tumbar cualquier disidencia y cualquier crítica.

-En el caso de los niños, ¿es esta una generación particularmente expuesta a ideologías -casi religiones paganas- o por el contrario lo que ocurre es que está más informada y tiene menos prejuicios? ¿Hay esperanza?

-Las cosas están yendo definitivamente en una dirección equivocada con esta generación. Hay muchas explicaciones, pero una importante es que, como reacción a la educación de antes muchos padres de hoy en día son sobreprotectores y, al mismo tiempo, incapaces de imponerse, de fijar unas reglas, una estructura, y atenerse a ellas, con lo que los críos buscan fuera esas figuras, y las encuentran en el activismo y en las redes sociales.

-¿Por qué razón cree que su libro ha levantado tanta polémica? Algunos de los ataques que he leído son tremendos.

-Porque estoy cambiando mentalidades. Te ignoran hasta el momento en que empiezas a ser efectiva, hasta que empiezas a mostrar datos, no meras opiniones, y entonces te atacan con todo lo que tienen. Me atacan de forma constante, pero nadie puede evitar que la verdad se imponga.

-El libro explica que está en juego la libertad de expresión. Escribe que «si el Gobierno no puede obligar a los estudiantes a saludar la bandera, tampoco puede obligar al personal sanitario a utilizar un determinado pronombre. En Estados Unidos, el Gobierno no puede obligar a la gente a decir cosas, ni siquiera por cortesía. Ni por ninguna razón en absoluto».

-Estamos en el punto en que podemos perder nuestras libertades en los Estados Unidos porque no estamos luchando lo suficientemente duro por ellas. La mayor amenaza contra la libertad de expresión, por cierto, no viene desde el gobierno, sino desde las empresas tecnológicas, las grandes corporaciones de internet, que tienen muchísimo más poder. En el caso de mi libro, si vas a Amazon verás que han usado todo tipo de juegos, por ejemplo, si buscas mi libro verás otros libros recomendados, pero intenta encontrar un sólo libro donde luego, entre las recomendaciones, aparezca el mío. Y si buscas en Google, lo primero que aparecen son las malas críticas y los ataques, pero nunca las críticas elogiosas, por ejemplo la del Economist, o la del Times londinense. Por no hablar de los periodistas amenazados con el despido si hablaban en sus medios del libro. Ese es el estado del periodismo en Estados Unidos. En cuanto a las empresas, están tan intimidadas por sus propios empleados, por sus trabajadores más ideologizados y jóvenes, que nadie, ningún superior, ningún adulto, se atreve a alzar la voz y poner límites, qué digo, ni siquiera a intentar debatir sobre sus exigencias, nadie les dice creo que estáis equivocados.

-Cuando a usted la acusan de tránsfoba les responde que su libro sólo trata de un problema de salud pública.

-Mucha gente ya ha señalado que esto son básicamente hombres decidiendo de lo que pueden hablar las mujeres. Muchos de estos activistas son hombres, y como siempre, han vuelto a decidir que las mujeres no están autorizadas a hablar de una cuestión que afecta a su salud. Es indignante. Nadie debería de ser silenciado. Y todas las chicas y mujeres que en algún momento han dicho que se arrepienten, que cometieron un error terrible, son tratadas de forma espantosa, increíblemente abusiva.

-¿Cómo de grave considera que es la situación para los sistemas liberales y para derechos tan esenciales como la libertad de expresión?

-Las democracias del resto del mundo necesitan ser más precavidas con la influencia cultural de los Estados Unidos actuales. Amo este país, amo su cultura, sus logros, pero se han transformado en algo enfermo, y de verdad que no quieren esto en sus países, no quieren recibir una influencia reaccionaria, con una cultura tóxica e intolerante, que vuelve a los niños contra sus propios cuerpos, que provoca que los niños aprendan a odiarse por culpa de la insistencia en la raza, que pone el acento en todo lo que nos separa, lo que nos disgrega, y nadie se atreve a hablar claro, y como consecuencia cada vez hay más gente joven lastimada y herida.

(Fuente: La Razón)

Abigail Shrier es periodista de The Wall Street Journal. Estudió en las universidades de Columbia, Oxford y Yale. Su libro, Un daño irreversible, ha sido considerado uno de los libros del año por The Economist y The Times y ha provocado una gran polémica en Estados Unidos, donde fue acusado de transfobia e ignorado por muchos de los grandes medios de comunicación. Shrier vive en Los Ángeles.

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